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domingo, 29 de julio de 2012

Las jeringas nunca duermen.

"Yo no lo conozco de nada". Hablaba la demencia y la locura, el tiempo, la vida, un corazón cuerdo que ahora murmura incoherencias rodeado de extraños. Es cierto, no lo conoce, o quizá no lo recuerde porque el mecanismo se ha oxidado. Nació entre sangre y restos, gritando enfurecida porque reclamaba su sitio, ya estaba aquí y ahora sólo mascullaba la misma frase una y otra vez cada minuto a modo de recordatorio de que el eclipse no anda muy lejos.
"Yo no lo conozco de nada". Nadie habla, sólo una tos leve y el murmullo molesto de una adolescente que piensa que es el fin del mundo porque tiene un sarpullido algo llamativo. Me sorprende la frialdad de la gente, su mala educación a veces. Una anciana intenta llegar al servicio, mientras la adolescente quisquillosa la avasalla porque la llaman de la consulta. A mi derecha una madre y una hija hablan de la vecina del cuarto y de sus últimas lindezas, mientras que los individuos de enfrente se sumergen en sí mismos y fijan la mirada al suelo como si allí se encontrase la causa a todos sus males.
"Yo no lo conozco de nada". Mi madre esperándome fuera pacientemente como ocurre en cada crisis. En esta sala coexisten la vida y la muerte, ese pasillo tridimensional que rescata recuerdos porque nos gustamos más cuando estamos sanos, cuando no hay un reloj de cuco que abre la boca cada minuto para anunciar vacío. Sus manecillas agarrotadas supuran cuenta atrás, esa sensación de ultimatum antes de agotar todas las opciones.
La sala se vacía despojándose de todos esos extraños que no se atrevían a mirarse por discreción, pero es sólo cuestión de minutos antes de que el aire se contamine de nuevas afecciones y las jeringas interrumpan su reposo para clavarse en venas vulnerables.

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